Cuando en un artículo anterior nos abocamos a los modos por los cuales los niños y adolescentes construyen su identidad, hice una muy breve referencia al papel que en este proceso cumplimos los adultos, como portadores y transmisores de idealizaciones.
Una idealización es una representación de la realidad (una idea) que provoca adhesión afectiva e identificación. Tienen una importancia capital en el desarrollo de la identidad, en la constitución de la dimensión ética de la persona, que está conformada por dos elementos: la conciencia moral y el ideal del yo.
Llamaremos conciencia moral a aquella que se forma a partir de la apropiación de un sistema de normas, por la asimilación de las reglas y prohibiciones, “los no” que ha ido incorporando desde sus primeros contactos con los padres y los adultos con quienes se ha ido vinculando a lo largo de su vida, para luego ir incorporando y asumiendo otras normas de conducta más propiamente relacionadas a la vida social que a la familiar. La conciencia moral nace a partir de las prohibiciones y sanciones con el objeto de regular la conducta autónoma dentro de cánones socialmente aceptables. Sin embargo, es insuficiente para el desarrollo ético de la persona. Bien sabemos que no se llega a ser bueno simplemente por no hacer cosas malas.
Aquí es donde entra en consideración el segundo elemento: el ideal del yo, que se relaciona con una imagen idealizada de aquello que sentimos que estamos llamados a ser como personas. Es una imagen directriz, ya que orienta y motiva la conducta, al proporcionarnos un proyecto de vida, un hacia dónde ir.
Es en el desarrollo del ideal del yo donde juegan su papel los modelos –de persona y de proyectos de vida- que hemos ido incorporando en el contacto con los adultos. Menudo problema el que se le presenta hoy cuando se encuentran con una sociedad de adultos que no se siente capaz de proponerse como referente válido a imitar y con la cual identificarse.
Las notas que hoy caracterizan al mundo y a la sociedad nos han llevado –directa o indirectamente- a esta pérdida de idealizaciones. Podemos esquematizar estas pérdidas en las siguientes afirmaciones:
· Bajas expectativas respecto de los beneficios que podemos esperar del futuro, lo que constituye un quiebre profundo con lo que sucedía hace apenas una generación atrás, cuando se confiaba en el logro de un progreso tanto individual como social, que inevitablemente iba a llegar. Esta pérdida de confianza en lo que está por venir es fuertemente desmotivadora, ya que al no garantizar obtener algún beneficio del propio sacrificio, le quita fuerza a todo proyecto y deslegitima los argumentos a favor del esfuerzo. Los docentes tenemos ejemplos diarios de esto en cada grupo de clase que atendemos. Y, por supuesto, no es algo que deba restringirse a los adolescentes, sino que podemos observarlo entre nuestros compañeros de trabajo o en cualquier grupo al que tengamos acceso.
· La pérdida de los modelos adultos está íntimamente relacionada, por un lado, con la exposición a través de los medios masivos de comunicación de la debilidad privada de los referentes sociales, y por otro, con la manifestación de la impotencia para el desarrollo de los propios proyectos de vida por parte de los adultos más cercanos. Una característica muy fuertemente arraigada en los argentinos es la de la queja: a todos nos va mal, y a los que les va bien, les va mucho peor de lo que les gustaría y consideran que se merecen. Esto va erosionando las esperanzas de los jóvenes bajo nuestro cuidado como una gota que, imperceptiblemente, a la larga rompe la piedra. Así es como se va realimentando la tendencia a una lectura escéptica de la realidad, basada en la consideración exclusiva de las experiencias de sufrimiento y fracaso. Lo más grave de esto no es la pérdida de modelos, sino que cuando no hay modelos cualquiera puede serlo. Es el caso de los ídolos, categoría en la que puede entrar cualquiera que obtenga el máximo de beneficios con el mínimo esfuerzo, y que conllevan en sí el riesgo de producir identificaciones que amenacen la construcción de una identidad sana.
Nuestro papel como docentes es más que difícil en este contexto. ¿Por dónde comenzar?
En primer lugar, tomando conciencia de que formamos parte de una institución con una tradición fuertemente idealizadora, en una sociedad que atraviesa una profunda crisis de ideales. Si nos mantenemos en el lugar de perfección que se solía asignar al docente, más que un modelo a seguir nos convertiremos en un modelo inquisidor. Hoy ser ejemplar no equivale a ser perfecto, sino a ser una persona íntegra, con sentimientos, conflictos, problemas... y en lucha.
En segundo lugar, debemos abandonar la posición de críticos que como adultos asumimos frente a los ídolos de los niños y adolescentes, y preguntarnos qué tenemos para aprender de ellos. Sería interesante dejar de subestimarlos y comenzar a indagar qué es lo que les provocan, qué valores les proponen, desde qué códigos de lenguaje y estéticos... para poder ayudar eficazmente a nuestros chicos a construir los recursos internos que los alejen del riesgo de las identificaciones peligrosas.
En tercer lugar, debemos tomar conciencia de que la única manera que tienen nuestros alumnos de incorporar los instrumentos que les permitan rechazar una aceptación pasiva y sumisa de los ídolos, a la vez que proponerse modelos más enriquecedores, es desarrollando su capacidad crítica y promoviendo su autonomía. Claro que para eso tendremos que interrogarnos acerca de cuál es el sentido de la vida, y esta quizás sea una cuestión que aún nosotros mismos tengamos pendiente. Hacia aquí deben estar dirigidos nuestros esfuerzos.
A modo de casi-despedida
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El viernes 24 de febrero de 2017 fue mi último día de trabajo antes de
convertirme en docente jubilada. Y desde entonces estoy tratando de
escribir unas p...
Hace 7 años