La conceptualización acerca de la infancia es una construcción histórica. Antes del Siglo XIV no había una clara diferenciación entre los niños y los adultos, ni por la ropa, ni el trabajo. Compartían actividades lúdicas, educacionales y productivas. Tanto es así que si observamos pinturas anteriores a esta época, notaremos que las representaciones del cuerpo de niño guarda las proporciones propias del adulto, lo mismo que sus miradas y gestos remiten a las miradas y gestos de los mayores.
Hacia el Siglo XVII se comienza con una transición hacia la concepción actual de infancia. Las actitudes de los niños son equiparadas a las femeninas, y se considera a ambos como necesitados de protección, en razón de su moral heterónoma[1]. Asimismo, aumenta el interés en la infancia tanto como objeto de estudio como de normalización[2], proceso este último en el cual los protagonistas pasan a ser los pedagogos, y el escenario la escuela.
Ya en el Siglo XX la institución escolar moderna se había consolidado como el dispositivo construido para encerrar a la niñez y a la adolescencia, tanto en forma material –a través de la escolarización obligatoria y de la creciente expansión de las experiencias escolares por sobre el total de la experiencia- como epistémica –en tanto objeto de estudio, el discurso dominante sobre la infancia y la adolescencia es el discurso pedagógico-. El concepto de infancia se reduce al concepto de alumno.
Este nuevo concepto de alumno va a ser heredero de las viejas características del de infante, independientemente de la edad de los mismos: alumno es quien padece heteronomía moral, y por lo tanto es deudor de obediencia; necesita protección; su lugar es el del no-saber frente al docente-adulto-que sabe. Con esto, todo aquel que ocupe el lugar de alumno, debe resignar su autonomía en cuanto a su saber y posicionarse en forma dependiente y heterónoma frente al docente que decide qué enseña, cómo enseña, y para qué enseña. De este modo, la escuela borra los saberes previos de los alumnos a menos que coincidan con lo que ella enseña.
Hacia fines del Siglo XX y comienzos del XXI, nos encontramos en crisis respecto de la definición de infancia, caracterizada por la ruptura de la asociación de infancia a las características de obediencia, dependencia, cuidado. La definición de infancia se polarizó en dos conceptos, que Mariano Narodowsky[3] señala como los de infancia hiperrealizada e infancia desrealizada.
Considera infancia hiperrealizada a la de aquellos niños que realizan su infancia en contacto con los bienes tecnológicos: son niños y adolescentes que usan internet, computadoras, tienen tv por cable, vídeos, juegan con family games. Son niños que no sólo no ocupan el lugar del no-saber, sino que son capaces de un uso de la tecnología más eficiente y creativo que sus mayores, que los ven como “pequeños monstruos” y no se sienten por ellos aquella ternura que despertaba la evidencia de desprotección.
Están acostumbrados a la satisfacción inmediata que les provee esta cultura mediática, por lo que demandan inmediatez. Son poco tolerantes a la frustración, quieren todo YA, les cuesta sostener la atención en el tiempo. En sus vidas, lo único constante ha sido el cambio, y el cambio vertiginoso. Por ello viven la experiencia como algo inservible: la ancianidad ya no es un lugar donde llegar, sino uno al que hay que evitar y disimular... En el Siglo XX ser niño era esperar el ser adulto, y para ello había ceremonias de iniciación: pantalones largos, la primera visita al prostíbulo, la fiesta de los 15, el reloj d oro, el primer sueldo, el servicio militar. Hoy ser niño es apurar la entrada a la adolescencia y permanecer en ella tanto como sea posible.
La infancia desrealizada es la de los niños que viven la independencia y la autonomía, porque viven en la calle, porque trabajan.
Son los chicos y chicas de la noche, que reconstruyeron ciertos códigos que le brindan la autonomía cultural y económica que los hace desrealizarse como infancia. Tampoco inspiran ternura ni deseos de protección; pero lejos de ser mirados con asombro, son rechazados y temidos.
No son obedientes porque no tienen a quién obedecer. No son dependientes porque pelean ellos mismos su sustento y porque construyen en la calle sus propias categorías morales.
Están excluidos de las relaciones de saber, o porque no van a la escuela, o porque van muy poco, o porque ocupan un lugar sin beneficiarse de la estadía. La brecha que los separa de la niñez hiperrealizada es cada vez más amplia, y la exclusión se vuelve estructural. Entonces surge una nueva categoría: la del incorregible. En consecuencia se vé en ellos a futuros adultos dispuestos a todos por nada, y el discurso pedagógico se judicializa: se baja la edad de imputabilidad, se pide pena de muerte para menores... Este cambio de discurso es un reconocimiento del fracaso de las políticas de inclusión.
Necesitamos, como pedagogos, buscar estrategias para ayudar a estos niños a reencontrar su camino a la infancia.
[1] Acerca de las características de la misma, ver
[2] Proceso por el cual se los inscribe en la norma social, formalizando su moral según el modelo social de adulto autónomo.
[3] Narodowsky, Mariano. Después de clase. Ediciones Novedades Educativas. Bs As. 1999
Hacia el Siglo XVII se comienza con una transición hacia la concepción actual de infancia. Las actitudes de los niños son equiparadas a las femeninas, y se considera a ambos como necesitados de protección, en razón de su moral heterónoma[1]. Asimismo, aumenta el interés en la infancia tanto como objeto de estudio como de normalización[2], proceso este último en el cual los protagonistas pasan a ser los pedagogos, y el escenario la escuela.
Ya en el Siglo XX la institución escolar moderna se había consolidado como el dispositivo construido para encerrar a la niñez y a la adolescencia, tanto en forma material –a través de la escolarización obligatoria y de la creciente expansión de las experiencias escolares por sobre el total de la experiencia- como epistémica –en tanto objeto de estudio, el discurso dominante sobre la infancia y la adolescencia es el discurso pedagógico-. El concepto de infancia se reduce al concepto de alumno.
Este nuevo concepto de alumno va a ser heredero de las viejas características del de infante, independientemente de la edad de los mismos: alumno es quien padece heteronomía moral, y por lo tanto es deudor de obediencia; necesita protección; su lugar es el del no-saber frente al docente-adulto-que sabe. Con esto, todo aquel que ocupe el lugar de alumno, debe resignar su autonomía en cuanto a su saber y posicionarse en forma dependiente y heterónoma frente al docente que decide qué enseña, cómo enseña, y para qué enseña. De este modo, la escuela borra los saberes previos de los alumnos a menos que coincidan con lo que ella enseña.
Hacia fines del Siglo XX y comienzos del XXI, nos encontramos en crisis respecto de la definición de infancia, caracterizada por la ruptura de la asociación de infancia a las características de obediencia, dependencia, cuidado. La definición de infancia se polarizó en dos conceptos, que Mariano Narodowsky[3] señala como los de infancia hiperrealizada e infancia desrealizada.
Considera infancia hiperrealizada a la de aquellos niños que realizan su infancia en contacto con los bienes tecnológicos: son niños y adolescentes que usan internet, computadoras, tienen tv por cable, vídeos, juegan con family games. Son niños que no sólo no ocupan el lugar del no-saber, sino que son capaces de un uso de la tecnología más eficiente y creativo que sus mayores, que los ven como “pequeños monstruos” y no se sienten por ellos aquella ternura que despertaba la evidencia de desprotección.
Están acostumbrados a la satisfacción inmediata que les provee esta cultura mediática, por lo que demandan inmediatez. Son poco tolerantes a la frustración, quieren todo YA, les cuesta sostener la atención en el tiempo. En sus vidas, lo único constante ha sido el cambio, y el cambio vertiginoso. Por ello viven la experiencia como algo inservible: la ancianidad ya no es un lugar donde llegar, sino uno al que hay que evitar y disimular... En el Siglo XX ser niño era esperar el ser adulto, y para ello había ceremonias de iniciación: pantalones largos, la primera visita al prostíbulo, la fiesta de los 15, el reloj d oro, el primer sueldo, el servicio militar. Hoy ser niño es apurar la entrada a la adolescencia y permanecer en ella tanto como sea posible.
La infancia desrealizada es la de los niños que viven la independencia y la autonomía, porque viven en la calle, porque trabajan.
Son los chicos y chicas de la noche, que reconstruyeron ciertos códigos que le brindan la autonomía cultural y económica que los hace desrealizarse como infancia. Tampoco inspiran ternura ni deseos de protección; pero lejos de ser mirados con asombro, son rechazados y temidos.
No son obedientes porque no tienen a quién obedecer. No son dependientes porque pelean ellos mismos su sustento y porque construyen en la calle sus propias categorías morales.
Están excluidos de las relaciones de saber, o porque no van a la escuela, o porque van muy poco, o porque ocupan un lugar sin beneficiarse de la estadía. La brecha que los separa de la niñez hiperrealizada es cada vez más amplia, y la exclusión se vuelve estructural. Entonces surge una nueva categoría: la del incorregible. En consecuencia se vé en ellos a futuros adultos dispuestos a todos por nada, y el discurso pedagógico se judicializa: se baja la edad de imputabilidad, se pide pena de muerte para menores... Este cambio de discurso es un reconocimiento del fracaso de las políticas de inclusión.
Necesitamos, como pedagogos, buscar estrategias para ayudar a estos niños a reencontrar su camino a la infancia.
[1] Acerca de las características de la misma, ver
[2] Proceso por el cual se los inscribe en la norma social, formalizando su moral según el modelo social de adulto autónomo.
[3] Narodowsky, Mariano. Después de clase. Ediciones Novedades Educativas. Bs As. 1999