INTRODUCCIÓN
En el año 2001, en los Módulos que por entonces editaba el Instituto CAPACyT para los postítulos que dictaba, se publicó mi artículo “El Aprendizaje”
[1], en el cual resumí, a través del análisis de ocho afirmaciones, los aportes que desde la Psicología Cognitiva se habían hecho al conocimiento acerca del proceso de aprender. Desde entonces, mucha agua ha pasado bajo el puente… Es por eso que creo que hoy es necesario complementar, con otras nuevas, aquellas afirmaciones sobre este proceso.
Por empezar, cuando hablamos de aprendizaje es insoslayable el concepto de cognición. Al hablar de cognición hacemos referencia a todo aquello que se relaciona con lo que más comúnmente adjudicamos a la “esfera mental”; esto es, todo lo que engloba el pensamiento, la memoria, la atención, el aprendizaje, las actitudes mentales y las emociones. Hablar de cognición, entonces, es hablar de la mente. Y no es posible hablar de la mente separada del cerebro.
Es por esto que se hace ineludible considerar los aportes de una ciencia nueva, la neurociencia cognitiva, que se ha ido desarrollando de la mano de las nuevas tecnologías que permiten estudiar el cerebro humano vivo. Esta ciencia pretende estudiar la base neuronal –y por lo tanto física, biológica- de los fenómenos conscientes, de nuestros pensamientos, emociones, preferencias, conflictos.
Durante los últimos años, de mano de estos estudios, se han derribado viejas verdades científicas y se han construido nuevas certezas; se han explicado las causas desconocidas de fenómenos ya conocidos; y se han complementado –cuando no se les usurpó directamente- explicaciones causales a otros campos disciplinares. Y aún quedan muchas respuestas por encontrar, y muchas nuevas preguntas por hacerse. La neurociencia cognitiva es un campo apasionante y en pleno desarrollo. Y, por qué no reconocerlo, generador de polémicas.
Como era de esperarse, esta nueva ciencia ha aportado fecundamente al conocimiento acerca de cómo se produce el aprendizaje en el cerebro. Sin embargo, casi no hay literatura sobre las conexiones entre las ciencias del cerebro y la educación. Menos aún, vínculos entre estas investigaciones y las políticas y prácticas educativas.
La razón por la que los estudios neurocientíficos todavía no hayan logrado influir significativamente sobre la Teoría de la Educación, ni encontrado una aplicación concreta a su práctica, quizás debamos buscarla en la dificultad para traducir su conocimiento en información valiosa para los educadores. Es necesario construir un vocabulario común, accesible tanto a los educadores como a los investigadores cerebrales, que haga posible un diálogo entre Neurociencia y Pedagogía. Por ahora, la Psicología Cognitiva parecería ser la más indicada para cumplir con este papel.
En la primera parte de este trabajo intentaré resumir tres de los hallazgos –quizás los más importantes- de la neurobiología del desarrollo:
1. En la primera infancia se producen incrementos espectaculares en el número de conexiones entre las células cerebrales, seguidos de procesos de poda. Este ciclo, aunque en menor medida, se repetirá a lo largo de gran parte de la vida.
2. Existen períodos sensibles en que la experiencia determina el desarrollo del cerebro.
3. Los entornos normales, no especialmente enriquecidos, ocasionan en el cerebro la formación de más conexiones que los entornos empobrecidos.
En la segunda parte, intentaré vincular estas ideas y otras conexas con sus implicancias pedagógicas, más o menos directamente relacionadas con la práctica áulica según sea el caso.
1º PARTE. NUEVOS APORTES DE LA NEUROBIOLOGÍA DEL DESARROLLO
EL CEREBRO, ¿ES O SE HACE?
En mis épocas de estudiante, una de las primeras cosas que aprendí sobre el cerebro –y todos repetíamos con la convicción de estar afirmando un axioma matemático o un dogma de fe, según fuera el caso- fue que las neuronas no se reproducen. Y claro, una vez revelada esta verdad, la pesadilla común era que, por algún fatídico golpe del destino, se nos muriera una cierta cantidad de ellas. Pero ya sabemos que estos son tiempos difíciles para las verdades de la fe. Hasta las más sólidas tambalean, y no son pocas las que se caen. Veamos los nuevos argumentos de los impíos.
Sabemos que el cerebro humano adulto contiene unos cien mil millones de células (neuronas); y sabemos que al nacer, el cerebro tiene un número de neuronas singularmente similar al del cerebro adulto. Aún más, también sabemos que casi todas las neuronas del cerebro se generan mucho antes de nacer: sobre todo durante los tres primeros meses del embarazo.
Sin embargo, ahora también sabemos que tanto en el cerebelo como en el hipocampo, el número de células aumenta notablemente después del nacimiento. Y que, durante su desarrollo, el cerebro experimenta varias oleadas de reorganización, en las que no es la cantidad de neuronas lo que cambia, sino el cableado entre ellas. Este cableado consiste en una intrincada red de conexiones entre las mismas: las fibras cortas conectan neuronas próximas entre sí y las fibras largas pueden conectar neuronas muy alejadas.
Poco después del nacimiento, el número de estas conexiones entre las células cerebrales comienza a aumentar rápidamente. Tanto, que el número de conexiones en el cerebro del bebé supera en mucho los niveles adultos. ¿Cómo puede ser esto de que lo supere? Porque luego se produce un proceso de poda, por el cual se reducen en gran medida estas conexiones; poda que es una parte del desarrollo tan importante como puede serlo el crecimiento inicial de conexiones. Es más fácil entenderlo si pensamos en cada conexión como en un camino entre neuronas. Durante el período de proliferación sináptica, cuando aumenta el número de conexiones, se construyen infinidad de caminos. Claro que más tarde no todos van a resultarnos útiles: algunos no nos llevarán a ningún lugar al que nos interese ir, otros resultarán demasiado largos frente a la alternativa de tomar atajos… y sobre todo, seguramente estorbarán, porque tanta proliferación de caminos vuelve confusa la lectura de mapas de ruta, y nos tomaría demasiado tiempo decidir por dónde ir. El proceso de poda aparece como una solución: al destruir los caminos que hemos dejado, no nos interesa o no nos conviene tomar, encontremos más rápidamente aquellos más útiles o que solemos transitar.
Volvamos un poco atrás. Decíamos que poco después del nacimiento el número de las conexiones neuronales comienza a aumentar rápidamente. Este proceso de aumento de la densidad sináptica, denominado sinaptogénesis, dura cierto tiempo, y va a ser seguido por un período de poda sináptica en el que las conexiones usadas con mucha frecuencia van a resultar reforzadas mientras que las usadas con poca frecuencia serán eliminadas.
A la par de este proceso, las largas extensiones (los axones) de cada célula nerviosa comienzan a cubrirse de una capa de mielina. Para comprender cómo actúa esta mielina, me gusta pensar por comparación con un cable eléctrico: si bien la conducción de la electricidad la realizan los filamentos metálicos internos, los mismos están recubiertos por una vaina plástica que actúa como aislante. De la misma manera, la mielina cumple con esta función de aislamiento, a la vez que acelera los impulsos eléctricos.
Hasta ahora se suponía que la sinaptogénesis y la poda tenían lugar durante los tres primeros años de vida. Pero, considerando que esta estimación se basa en estudios con monos, que alcanzan la madurez sexual a los tres años, se comenzó a sospechar en la probabilidad de que en los seres humanos este proceso también se extendiera hasta la madurez sexual. En que lo más probable fuera que los períodos de crecimiento rápido en el desarrollo cerebral de los seres humanos pudieran extenderse hasta la pubertad.
Por otra parte, la mayoría de los datos que hoy conocemos acerca del desarrollo del cerebro humano proceden de estudios sobre la corteza visual, un área grande ubicada en la parte posterior del cerebro que interpreta los estímulos visuales que entran por los ojos. En esta área se produce un rápido incremento en el número de conexiones sinápticas alrededor de los dos o tres meses de edad, y alcanza su valor máximo a los ocho o diez meses. Luego hay una disminución continua de la densidad sináptica hasta que se estabiliza alrededor de los diez años, permaneciendo en este nivel a lo largo de toda la vida adulta. Estos estudios refuerzan la sospecha de que el período de sinaptogénesis y poda se extenderían hasta la pubertad.
Sin embargo, las investigaciones no se detuvieron allí. En los últimos años cobraron mayor importancia los estudios sobre la corteza frontal, esto es, el área cerebral encargada de planear acciones, seleccionar e inhibir respuestas, controlar emociones y tomar decisiones. A diferencia de lo observado en la corteza visual, en la corteza frontal la sinaptogénesis tiene lugar más tarde y el proceso de poda tarda mucho más. En esta área, el desarrollo neuronal prosigue a lo largo de la adolescencia: las densidades sinápticas comienzan a disminuir recién durante la etapa adolescente y no alcanzan los niveles adultos hasta, por lo menos, los dieciocho años. Período que algunos estudios sugieren que podría extenderse hasta bien entrada la treintena.
De hecho, aunque el volumen del tejido cerebral parecería permanecer estable, en la corteza frontal hay más sustancia blanca después de la pubertad que antes. ¿Cómo sucede esto? Ya habíamos explicado que, a medida que se desarrollan, las neuronas crean una capa de mielina en torno de su axón, que actúa como aislante e incrementa la velocidad de transmisión de los impulsos eléctricos de una neurona a otra. Como la mielina está formada por tejido graso y al microscopio se ve blanca, a medida que se añade mielina a las neuronas, cuando se las observa al microscopio las células aparecen menos grises y más blancas, lo que indicaría que, en la corteza frontal, la velocidad de transmisión de las neuronas es mayor tras la pubertad. Consecuentemente, a partir de la pubertad cabría esperar una mejora en las funciones ejecutivas de la inteligencia… algo que los educadores saben que no necesariamente sucede. ¿Pero por qué?
La respuesta parece haberla encontrado Huttenlocher, quien descubrió una segunda diferencia entre el cerebro de los niños prepúberes y el de los pospúberes, que echa un poco de luz sobre este asunto: tras la pubertad se produce un gran aumento en la densidad de las sinapsis de la corteza frontal. Al parecer, recién después de la misma y a lo largo de toda la adolescencia se iniciaría la poda sináptica en la corteza frontal, esencial para el ajuste de las redes funcionales del tejido cerebral y de los procesos de percepción, por lo que el ajuste de los procesos cognitivos de los lóbulos frontales sólo se afianza recién bien entrada la adolescencia. Hasta entonces, demasiados caminos conformando una confusa red de conexiones en los lóbulos prefrontales…
Por lo tanto, podemos vincular los momentos de descenso del rendimiento en la ejecución de tareas cognitivas en los púberes y adolescentes con el proceso no lineal de reorganización cerebral que se está produciendo, el que supone un aumento de la proliferación sináptica en los lóbulos frontales, seguida de poda y fortalecimiento sináptico. Esta es la razón de una fase de altibajos, claramente constatable para todos los educadores que trabajan con alumnos de estas franjas etáreas, que podemos ubicar entre los 11 y los 12 años, y alrededor de los 16. Esto también explicaría, en parte, por qué las etapas escolares de mayor repitencia en la enseñanza media se dan en el primer año de la educación secundaria básica, y en el primer año de la educación polimodal. Desde la planificación escolar en todos sus niveles nos convendría prestar atención a estas evidencias, y tomar decisiones pedagógicas en consecuencia. Podríamos comenzar, desde la estructura escolar, por no hacer coincidir ni el inicio ni la finalización de ciclos y/o niveles de la enseñanza formal con las fases de altibajos durante el desarrollo cerebral; y desde la práctica áulica por ampliar la comprensión sobre el rendimiento de nuestros alumnos incluyendo esta variable.
Entonces, ¿cuándo alcanza el cerebro la madurez? Parece que mucho después de donde nos gustaría trazar el final de la adolescencia. De hecho, numerosas investigaciones revelan que la cantidad de sustancia blanca en los lóbulos frontales sigue aumentando más allá de bien entrada la veintena, y algunos estudios encontraron evidencias suficientes para afirmar que sigue aumentando incluso hasta los sesenta años. Los efectos de esta reorganización parecen ser un mayor control y una mejor planificación de las acciones complejas necesarias tanto en el trabajo como en la vida social.
Y aún más. Se ha señalado que en el hipocampo humano adulto –relacionado con el almacenamiento y la recuperación de recuerdos, así como con la navegación espacial- pueden dividirse y desarrollarse células nuevas. Y que aunque todos perdemos células cerebrales -y con rapidez a partir de los cuarenta años- hay formas de sustituir al menos algunas de las células perdidas en ciertas regiones cerebrales.
[2]Consecuentemente, tanto la educación secundaria como la superior son vitales, ya que todo parece indicar que –al menos- hasta alrededor de los treinta años de vida el cerebro todavía se está desarrollando, es adaptable y necesita ser moldeado y modelado. ¿Y cómo podemos ayudar los educadores? Junto con la enseñanza de los contenidos específicos de nuestro campo de especialización, es necesario fortalecer el control interno a través de la provisión de experiencias que aporten a la metacognición. Esto es, que promuevan el conocimiento del ritmo personal y los estilos propios de aprendizaje, el fomento de la evaluación crítica del conocimiento adquirido y la enseñanza sistemática de las técnicas generales y específicas que posibilitan el desarrollo de habilidades y destrezas de estudios.
[3]Si seguimos considerando que el tramo que va de 0 a 3 años es una oportunidad importantísima para la enseñanza, también debería serlo el de 10 a 15 años, ya que en ambos períodos en el cerebro se produce una reorganización especialmente espectacular. Y deberíamos seguir ocupándonos después.
Ya no se trata de afirmar que las conexiones sinápticas que sobrevivirán y crecerán, y las que se desvanecerán, van a venir determinadas en parte por los genes que el bebé hereda de sus padres y en parte por sus experiencias tempranas. Debemos extender el alcance de esta afirmación: ya no se trata del bebé, sino del bebé-niño-púber-adolescente-joven-adulto. En consecuencia, las experiencias a considerar ya no son sólo las tempranas, sino continuas.
Y SI EL CEREBRO SE HACE, ¿CÓMO ES QUE SE HACE?
Hace ya más de treinta años que sabemos que un animal requiere de ciertos tipos de estimulación ambiental en momentos específicos durante su desarrollo – a los que llamamos períodos críticos- para que se formen con normalidad los sistemas sensoriales y motores del cerebro.
Actualmente, la mayoría de los neurocientíficos creen –como consecuencia de las nuevas evidencias que señalara en el punto anterior- que en el hombre estos períodos críticos no son rígidos ni inflexibles. Se trataría más bien de períodos sensibles que comprenden cambios sutiles en la susceptibilidad del cerebro para ser moldeado y modificado por las experiencias que se producen a lo largo de la vida.
De aquellos estudios precedentes sobre los períodos críticos parecía inferirse la necesidad de proveer a los niños de entornos enriquecidos, de modo de favorecer su desarrollo. La idea era no perder el tiempo, ya que pasado el momento indicado, todo aprendizaje se produciría con más esfuerzo y menos efectividad. Alcanzar la excelencia en cualquier campo requería comenzar a transitarlo tempranamente. Claro que, ¿cómo saber cuál sería el campo en el que preferiría desarrollarse en la vida adulta el todavía niño pequeño? Para no correr riesgos, lo más lógico parecía ser poner a los niños menores de tres años “en invernaderos”, lo que significaba crear un entorno artificialmente enriquecido con sobreexposición a todos los estímulos que fuera posible, a fin de mejorar el desempeño académico futuro.
Por ejemplo en Estados Unidos hay grupos educacionales que afirman que los niños deberían empezar a estudiar cuanto antes sea posible al menos una segunda lengua, matemáticas avanzadas, lógica y música. En Gran Bretaña, en el año 2000 se le pidió al Subcomité de la Cámara de los Comunes para la Educación en la Infancia Temprana (que se ocupa de los niños menores a seis años) que estudiara el contenido adecuado para la educación temprana, el modo en que debería llevarse a cabo, cómo evaluar el aprendizaje y a qué edad empezar los estudios de los contenidos académicos propiamente dichos. La tendencia ha sido ir abandonando la estimulación del desarrollo de destrezas emocionales, sociales y cognitivas en general a través del juego, en favor del establecimiento de objetivos curriculares estrictos. Sintetizando, “colocar a los niños en invernaderos” se refiere a enseñarles a niños menores de 6 años destrezas académicas relacionadas con el lenguaje, la lógica y la matemática, mediante tarjetas ilustrativas, videos y otros materiales audiovisuales.
Sin embargo lo que hoy sabemos es que, si bien los entornos empobrecidos suelen afectar negativamente al desarrollo del cerebro, el estímulo apropiado no tiene por qué ser en ningún modo complejo, sino que en los entornos normales es fácil de obtener. Lo que es especialmente importante, sobre todo en el caso de los niños pequeños, es la interacción con otros seres humanos, lo que incluye el lenguaje y la comunicación. Relatarles cuentos o leerles mientras ven sus ilustraciones, observarlas ellos mismos después mientras recuerdan el relato -o antes para poder imaginarlo-, acompañar a los adultos en las compras al supermercado, recorrer el barrio, prestar atención a las señales de tránsito y su significado, aprender juegos verbales y canciones, jugar solos y con otros niños de distintas edades, ocuparse de tareas domésticas sencillas, ayudar a poner la mesa para la comida, son todas tareas cotidianas y suficientemente estimulantes. Y sospechamos que los entornos artificialmente enriquecidos, sobreestimulantes, no sólo no aportan a un mejor desarrollo, sino que incluso podrían perturbarlo.
[4]Si bien hay pruebas de que existen varios períodos sensibles para el desarrollo del lenguaje, también se ha probado que se aprenden palabras nuevas y se incrementa el vocabulario durante toda la vida, no habiéndose descubierto ningún período sensible para el aprendizaje de vocabulario. Y lo que todavía se ignora es si existen períodos sensibles para el aprendizaje de sistemas de conocimientos transmitidos culturalmente, como los responsables de la lectura y el cálculo aritmético. Este es un punto en el que los maestros y los alfabetizadotes de adultos, desde su práctica cotidiana, tienen mucho por aportar.
HABLANDO DE ENTORNOS
Considerando que una característica fundamental del desarrollo cerebral es que las experiencias ambientales son tan importantes como los programas genéticos, sigue resultando tentador manipular los entornos de los niños para hacerlos más ricos, interesantes, estimulantes de lo normal. Sin embargo, es improbable que a los niños criados en un entorno normal, concebido en función de sus necesidades, se les pueda privar de la estimulación sensorial apropiada.
Lo que no significa que no exista un umbral de riqueza ambiental por debajo del cual un entorno se vuelve precario, lo que podría dañar el cerebro de un bebé.
Los efectos de los entornos complejos –e insisto: todos los entornos normales lo son- en el cerebro perduran durante toda la vida. En términos generales, las investigaciones no respaldan la idea favorable a una atención educacional selectiva –la vieja recomendación de “ponerlos en invernaderos”- en los primeros años del niño.
Claro que si se desatiende a los bebés, se les causa daño. Los niños criados en condiciones muy precarias, con mala nutrición, mala salud y poca estimulación sensorial o social, tienen más probabilidades de presentar un retraso en el aprendizaje de destrezas como andar y hablar, así como un desarrollo cognitivo, emocional y social deteriorado. Y existe una estrecha relación entre la duración del estado de privación y la gravedad del retraso intelectual del niño. Además, una pequeña -pero no por eso no significativa- proporción muestran patrones de conducta de carácter autístico.
No obstante, en los casos en que ha sido posible proveer más tarde a estos niños de un entorno adecuado, la recuperación de las capacidades intelectuales y la mejora de las conductas similares a las autísticas fueron extraordinarias. La mayoría se restableció completamente. Lo que demuestra que los niños que han sufrido muchas privaciones pueden recuperarse en gran medida si se les procura atención y estimulación rehabilitadoras.
Esto es, todas las investigaciones aportan a la idea de que, si bien hay períodos sensibles, en cierta medida es posible dar marcha atrás con respecto a las oportunidades perdidas. Y la interacción social con otras personas parece ser la clave para la recuperación de los aprendizajes. Y aún más: no se trata sólo de los niños. Hay que disfrutar de oportunidades de aprendizaje en todas las edades. Los entornos precarios nunca son buenos para el cerebro, independientemente de qué tan jóvenes o viejos seamos.
Esta capacidad de recuperación, independientemente de nuestra edad, se da por una característica de nuestro cerebro: su plasticidad.
La plasticidad es la capacidad del sistema nervioso para adaptarse continuamente a circunstancias cambiantes. No sólo el cerebro infantil, sino incluso el adulto, tienen una enorme capacidad para el cambio y para el aprendizaje. El cerebro adulto es flexible, puede hacer que crezcan células nuevas y es capaz de establecer nuevas conexiones.
Pero esto depende, fundamentalmente, de cuánto se lo usa: la ley insoslayable para nuestro cerebro es que lo que no se usa, se pierde. Nuestro cerebro no está diseñado para la pasividad ni la pereza, sino para la acción. La quietud y la rutina lo intoxican.
Parece evidente, entonces, que -por lo general- los cambios en el cerebro se producen en función del uso. No es posible aprender una destreza nueva y conservarla para siempre si no se la practica. Y no es conveniente dormirse en los laureles ni siquiera cuando se ha alcanzado un grado elevado de destreza y después de que se hayan producido cambios en el cerebro. Si se deja de practicar, las regiones que se pudieron haber modificado recuperarán su tamaño normal.
Por eso, si consideramos que el cerebro goza de una plasticidad ininterrumpida hasta la vejez, cuando dicha capacidad disminuye, entonces es necesario mantenerlo activo. Es de vital importancia, especialmente en la ancianidad, fomentar actividades plenas, o sea, aquellas que sean capaces de poner a todo el cerebro en funcionamiento.
Y, dado que numerosos estudios han demostrado que durante el aprendizaje de la lectura y la escritura cambia la estructura cerebral, esto es, que el cerebro de quien sabe leer y escribir es distinto del de un analfabeto, podemos considerar que justamente una de estas actividades plenas es escribir, es decir, expresarse, imaginar, crear, planificar, decidir, actuar…
Utilizar el cerebro de forma inhabitual es otra de las formas en que se puede estimular la formación de conexiones nuevas. Por ejemplo, otra actividad plena es la resolución de distintos tipos de problemas, que originará diferentes clases de procesos de pensamiento mientras se buscan las soluciones. Como ejemplo de actividades de resolución de problemas podemos considerar a los crucigramas, los problemas lógicos y los acertijos, los juegos de mesa que no impliquen azar –o en los que no sea determinante para ganar- (como el ajedrez, el scrabell, algunos juegos de cartas), el armado de modelos y maquetas, los juegos de video, computadora y play-station que supongan estrategias… y hasta podrían serlo organizar la casa y planificar una comida completa para varios comensales para aquellos que no acostumbran hacerlo. De hecho, baste considerar cómo muchas personas de edad avanzada, mientras se mantienen activas y continúan a cargo de sus casas, gozan de una mejor salud mental, en contraposición con otras que comienzan a delegar cada vez más tareas en los demás, mientras se deterioran progresivamente.
La plasticidad no es una capacidad extraña ni eventual, es lo que sucede en el cerebro cada vez que aprendemos algo: algo tan complejo como un idioma nuevo, algo más simple como una destreza puntual nueva, o tan cotidiano como un recorrido nuevo para ir a casa, o incluso cuando vemos un rostro nuevo.
La plasticidad también hace referencia al modo en que el cerebro se adapta y encuentra nuevas formas de aprendizaje tras haberse producido alguna lesión, o cuando resultan dañadas ciertas partes del cuerpo y es necesario aprender a compensar el percance. La plasticidad como mecanismo de compensación le permite al cerebro “realojar la función”. Como las células cerebrales pueden cambiar de función en relación con lo mucho o lo poco que la realicen, el cerebro es capaz de reasignar recursos, y las funciones que estaban controladas por la parte dañada lo estarán por otra parte que funciona. De la misma manera, zonas que permanecerían “ociosas” por la imposibilidad de cumplir con su función específica, pueden desempeñar otra y así “descongestionar” las áreas que se saturarían. ¿Le gustarían algunos ejemplos ciertamente asombrosos? Algunas personas ciegas que aprenden a leer Braille, alojan esta nueva destreza en la corteza visual, y no en el área correspondiente a la percepción de los dedos. Por su parte, algunas personas sordas e hipoacúsicas han alojado en la corteza auditiva la destreza de lectura de labios o de los gestos de la lengua de señas, según sea el caso, y no en la visual.
Parece cuestión de literatura fantástica o de ciencia ficción. O al menos de superpoderes. Pero no es así. La explicación del proceso de plasticidad fue propuesta hace más de medio siglo por el neurofisiólogo canadiense Donald Hebb en su libro Organization of Behavior. Allí Hebb escribió que “cuando un axón de una célula A está lo bastante cerca para estimular una célula B, y repetida o persistentemente toma parte de la descarga de ésta, tiene lugar cierto proceso de crecimiento o cambio metabólico en una o ambas células de tal modo que aumenta la eficacia de A como célula que origina la descarga de B”. Dicho más sencillamente, cuando una neurona envía señales a otra, y esta segunda neurona resulta activada, se refuerza la conexión entre ambas. Esta idea sobre cómo las neuronas instalan un nuevo cable en función de la experiencia recibe el nombre de aprendizaje hebbiano. El aprendizaje hebbiano es una teoría sobre cómo las neuronas pueden aprender recableando ligeramente sus conexiones. El incremento duradero -de más de una hora- en la eficiencia de una sinapsis que resulta de la actividad neuronal entrante, origina conexiones más fuertes entre las células nerviosas y da lugar a cambios perdurables en las conexiones sinápticas. Se cree que estos cambios en las conexiones son responsables del aprendizaje y la memoria.
2º PARTE. ALGUNAS DERIVACIONES PEDAGÓGICAS
VOLVIENDO A LAS FUENTES: ¿DE DÓNDE PROCEDE EL CONOCIMIENTO?
Durante siglos, esta pregunta ha desvelado a los filósofos. Ya me los imagino a Sócrates, Platón y Aristóteles, pero también a Descartes, James, Kant, y por qué no a Freud y Piaget -entre tantos otros- agitando desesperadamente las manos, para poder responder primero. Seguramente tienen mucho, y muy interesante, por decir. Pero hoy no vamos a dejarlos. Avancemos.
En la actualidad existe un relativo acuerdo entre los pedagogos respecto de que nuestros conocimientos proceden de la experiencia. Y si bien esto es cierto para la gran mayoría de los casos, según la neurociencia cognitiva también es cierto que los niños nacen sabiendo muchas cosas, que les permiten reconocer caras, comprender los estados mentales de otras personas, predecir relaciones causales, y hasta calcular. Al parecer, podría tratarse de una forma de experiencia filogenéticamente acumulada.
Los bebés humanos nacen con ciertas capacidades sensoriales que se perfeccionan y desarrollan durante la infancia. Por ejemplo, saben distinguir entre distintas formas visuales, con una capacidad muy básica -pero impresionante- para reconocer caras. Lo que, apenas pocos días después de nacer, les permite aprender a reconocer el rostro de su madre.
Esta extraordinaria capacidad temprana para reconocer rostros está controlada por vías cerebrales distintas de las implicadas en el reconocimiento posterior, más perfeccionado. Se supone que esta capacidad de reconocimiento temprano tal vez sea una capacidad que ha evolucionado, pues origina un vínculo automático de los recién nacidos con las personas que ven más a menudo, lo que supone una ventaja adaptativa.
Este reconocimiento temprano de caras depende de estructuras subcorticales, que forman parte de una vía del cerebro que nos permite efectuar movimientos rapidísimos y de manera automática partiendo de lo que vemos. Sólo recién a partir de los dos o tres meses comienzan las regiones corticales cerebrales de los lóbulos temporales y occipitales a encargarse de la capacidad de un bebé para reconocer caras.
Por otra parte, desde el último trimestre de su vida fetal, los bebés humanos son sensibles a sonidos del habla. Los recién nacidos saben distinguir sonidos y son sensibles al ritmo, la entonación y los componentes sonoros del habla; y discriminan entre voces masculinas y femeninas. A los dos días ya saben distinguir entre su propia lengua y una lengua extranjera, y a los tres días reconocen la voz de su madre entre otras.
Entre los seis y los nueve meses de edad, se ajustan la capacidad para percibir diferencias individuales en los rostros, y la capacidad para percibir diferencias minúsculas en los patrones del habla de su propia lengua. A la par de estos ajustes de la visión y la audición se pierde paulatinamente la facultad de discriminar entre caras que no son de su misma especie
[5] y entre sonidos que no pertenecen a su lengua. El resultado será la precisión y la velocidad del cerebro para reconocer a otras personas que hay alrededor, y lo que dicen.
La afinación de ciertas distinciones y la pérdida de otras son las dos caras de una misma moneda, ambas son útiles para que sea posible un procesamiento rápido de los estímulos importantes. Si no fuera así, lo que se produciría sería una sobrecarga de estimulaciones, una mayor lentitud y un incremento de la probabilidad de errores. Por eso, aprender cosas nuevas significa abrir y formar conexiones neurales para sucesos importantes, y cerrar otros que no los son y que sólo distraerían y confundirían.
Lo que la evidencia parece señalar es que lo más probable es que los genes desempeñen un papel importante en el aprendizaje y en las discapacidades para lograrlo. La programación genética provee –o no- de los mecanismos de arranque del aprendizaje. Sin embargo, estos no bastan para que se produzca el desarrollo normal del cerebro. También se requiere de estimulación ambiental. Y ya mucho antes de nacer el cerebro está moldeado por influencias ambientales, y no sólo por programas genéticos.
Por eso deducir la conducta, siempre compleja, directamente de los genes, es un salto mucho más arriesgado y largo que hacerlo desde el cerebro. Un salto que, al menos por ahora, la neurociencia cognitiva no está dispuesta a dar. Y muy improbablemente lo haga.
MENS SANA IN CORPORE SANO
¡Ay, qué sabio Juvenal! Lo que ya sabía el poeta latino allá por el primer siglo de nuestra era, hoy lo confirma la ciencia… Porque resulta que está demostrado que el ejercicio físico, el sueño y la buena alimentación potencian la función cerebral, mejoran el estado de ánimo y favorecen el aprendizaje.
La actividad física diaria, al incrementar la capacidad de los glóbulos para absorber oxígeno, mejora no sólo las funciones muscular, pulmonar y cardíaca, sino también la función cerebral. Además, tiene un efecto positivo sobre las sustancias químicas del cerebro que alteran el estado de ánimo; de hecho, en algunas personas puede por sí solo actuar como antidepresivo.
Respecto del sueño, comenzaré destacar que el ciclo sueño-vigilia es una parte importante del sistema de patrones corporales diarios, que reciben el nombre de ritmos circadianos, expresión que viene del latín y significa “ciclo diario”.
Nuestros ritmos circadianos rigen muchas funciones corporales, como la temperatura corporal, la presión sanguínea y los niveles hormonales en la sangre. Y también la capacidad para estar alerta, pensar con claridad y utilizar las facultades de movimiento de manera óptima. Por esta razón la capacidad física y de alerta mental varía en función de la hora del día.
La luz diurna es un importante regulador de estos ritmos. El reloj circadiano reside en una parte del cerebro denominada núcleo supraquiasmático, y regula -durante la noche- la síntesis de melatonina en la glándula pineal, que al ser transportada al cuerpo provoca sensaciones de somnolencia.
En el caso de las personas con desfase horario por causa de viajes a través de varios husos horarios (lo que suele denominarse jet lag) el reloj se confunde y para resolver la confusión intenta poner a cero al resto del cuerpo enviando señales químicas -como el cortisol, la hormona del estrés, y la melatonina, la hormona del sueño-. De continuarse, esta confusión puede tener consecuencias a largo plazo en el cerebro y en la capacidad cognitiva. Por ejemplo, se han encontrado numerosas evidencias de que el volumen de ciertas partes de la corteza temporal y del hipocampo –regiones cerebrales relacionadas con el aprendizaje y la memoria- es menor en personas que sufren persistentemente de desfase horario, como en el caso de las azafatas que cubren trayectos largos con una periodicidad igual o menor a cinco días.
Dado que la luz diurna es un factor decisivo en la producción de melatonina, una forma de ayudar al reloj en su puesta a punto es la exposición a la luz solar, lo que originará un aumento en la calidad y el tiempo total de sueño y acelerará el cambio en los ritmos circadianos de la melatonina para que se acomode al nuevo entorno. Esta estrategia también puede ser útil para las personas a las que por otras razones –como por ejemplo el estrés, o incluso la edad- se les haya perturbado el patrón horario del ciclo sueño-vigilia. Después de todo, parece que nuestros padres tenían razón cuando llevaban la silla de la abuela al patio para que tomara un poco de sol.
En sí mismo, el sueño es un estado de la conciencia en el que el cerebro se comporta de manera espectacularmente distinta a como lo hace en el estado de vigilia.
Durante el sueño se pueden constatar dos tipos principales de estado cerebral. En el sueño de movimientos rápidos de los ojos (REM como ha sido más difundido según sus siglas en inglés, o MOR en castellano) el cerebro está muy activo y todos los músculos corporales –con excepción de los oculares- están paralizados. Es cuando soñamos más. El cerebro, aunque profundamente dormido, todavía es capaz de asimilar información, sobre todo aquella de especial importancia para el que duerme. Por ejemplo, quizás no reaccionemos a una charla a nuestro lado, o al ruido del tráfico si nos hemos dormido en el colectivo, pero sí lo haremos si alguien susurra nuestro nombre o si nuestro bebé llora. El otro tipo de estado cerebral se conoce como sueño de ondas lentas. En este, los impulsos generados por el cerebro son lentos e infrecuentes. Incluso puede suceder que hablemos o caminemos dormidos ya que los músculos no están paralizados.
Al parecer, el sueño influye directamente en la forma como adquirimos y mantenemos las destrezas nuevas y en cómo recordamos información, así como en nuestra capacidad para pensar creativamente. Puede inspirar nuevas percepciones, e incluso facilitar la comprensión de una tarea recién aprendida. ¿Cómo es esto posible? Ya había señalado antes que el cerebro sigue activo durante el sueño. Esta actividad corresponde a la formación de memorias sobre experiencias e información recibidas durante el día, ya que las regiones cerebrales implicadas en el aprendizaje del día anterior se reactivan durante el sueño. Esta actividad, que como ya quedara señalado se registrada en el estadio REM, probablemente refleja el refuerzo del aprendizaje asimilado durante el día. De hecho, en varias experiencias se observó que el desempeño de los participantes en una tarea recientemente aprendida mejoraba al día siguiente, tras haber dormido; e incluso una breve siesta inmediatamente después de aprender una tarea mejoraba el rendimiento posterior en la misma. Y, cuanto más larga era la siesta, mejor resultaba el rendimiento posterior.
Por eso es probable que las reactivaciones cerebrales durante el sueño reflejen el refuerzo de las conexiones entre neuronas que son importantes para las tareas aprendidas. De este modo, permiten que la nueva destreza se incorpore a la memoria de largo plazo.
Consecuentemente, la falta de sueño tiene un efecto perjudicial para el aprendizaje. Los efectos recurrentes son:
· Cuando alteramos el patrón de sueño-vigilia: distracción, somnolencia, irritabilidad, disminución de la capacidad de alerta.
· Una noche sin dormir: dificulta el pensamiento innovador, la capacidad de tomar decisiones, y la actualización de planes. El pensamiento se vuelve rígido, lo que hace que, por ejemplo, en la resolución de una tarea se insista en repetir la misma estrategia que ha demostrado ser inapropiada.
· Varias noches de insomnio: afectan gravemente la concentración y el aprendizaje.
Quizás sea a causa de esta relación con el aprendizaje que el cerebro se esfuerza por compensar la falta de sueño. Por ejemplo, si bien son los lóbulos temporales los que resultan activados por una tarea de fluidez verbal, se ha observado que en el caso de personas privadas de sueño los lóbulos parietales también aparecen activados. Al parecer, en condiciones de privación de sueño, las áreas parietales aportan una ayuda como parte de un mecanismo compensatorio.
Visto y considerando lo antecedente, ¿cuánto deberíamos dormir? En promedio, deberíamos dormir no menos siete horas y media. Y los niños y adolescentes, bastante más. Es evidente que la mayoría de los adultos dormimos bastante menos de lo que necesitamos. No es para pasarlo por alto: dormir más por la noche, además de incrementar los niveles de energía para el día siguiente, mejora el aprendizaje, la toma de decisiones y la capacidad de innovación. Y evita la aparición de esas feas bolsas bajo los ojos que nos hacen lucir mayores y cansados. No parece poco.
¿No podríamos buscar otras ayudas, más fáciles de implementar que el ejercicio y el sueño, para mejorar el aprendizaje? Bueno… hay drogas y fármacos que parecen potenciar la memoria indirectamente. Y otras sustancias y estimulantes, como la cafeína, el alcohol, la nicotina y la glucosa, parecen facilitar o debilitar el aprendizaje. Sin embargo, es muy difícil separar los verdaderos efectos de las llamadas drogas inteligentes y los efectos placebo
[6]. Justamente, diversos estudios mostraron los mismos efectos inequívocos y muy similares en el cerebro y la conducta, tanto de las drogas como de los placebos. Al parecer, es sobre todo la simple creencia en que el fármaco ayudará lo que afecta a las partes del cerebro que procesan la función estudiada. En el caso del placebo, es posible que su efecto terapéutico se deba a la movilización de energía adicional, algo así como si dispusiéramos de un depósito de reserva energético. De ser así, quedaría explicado por qué el efecto sólo se verifica durante un período de tiempo limitado. Y hasta quizás haya algún costo, como un provisorio efecto contradictorio posterior –a modo de un efecto rebote- hasta que se restablezca el equilibrio.
Sobre lo que todavía no tenemos suficientes conocimientos es sobre las ventajas, la complejidad de los mecanismos que desencadenan, ni los efectos secundarios de los remedios –se trate de simples hierbas o de drogas inteligentes- como para recomendarlos como ayuda al aprendizaje. Lo que sí está demostrado es que muy posiblemente algunos tipos de estilos pedagógicos tengan los mismos efectos que tomar una sustancia o un placebo, en lo que se refiere a los sistemas químicos del cerebro. Y sin contraindicaciones ni efectos rebote. Nada como un buen maestro ofreciendo una buena enseñanza.
Sin embargo, para funcionar, el cerebro sí requiere de algunas cosas. Por un lado, es precisa una fuente continua de oxígeno. Por eso volvemos a la recomendación de la actividad física -como correr, caminar enérgicamente, bailar, nadar, o cualquier otro tipo de ejercicio aeróbico- ya que mejora la circulación del oxígeno y, consecuentemente, su llegada al cerebro.
También requiere agua y glucosa. Si prestamos atención a que el cerebro es agua en más de un 80%, es fácil deducir que la deshidratación puede dañarlo gravemente, con consecuencias evidentes sobre el aprendizaje El simple aumento de la cantidad de agua que bebemos al día puede favorecer la concentración y la memoria… hasta cierto punto.
Además, el cerebro obtiene casi toda su energía de la glucosa, que al igual que el oxígeno es transportada por el torrente sanguíneo. Por eso no sólo comer sano, sino además con regularidad, también es importante para que el cerebro funcione óptimamente.
¿Con qué alimentos podríamos armar una “dieta cerebral”? En primer lugar, no deberían faltar el pescado ni otros alimentos ricos en proteínas, ya que contienen dos aminoácidos -el triptófano y la L-fenilalanina- que ayudan a incrementar las reservas energéticas y a estimular la producción de serotonina
[7] y noradrenalina
[8] en el cerebro, sustancias que desempeñan un papel fundamental en la generación de sensaciones de felicidad.
El triptófano también lo encontramos en los huevos, la leche, la banana, los productos lácteos y las semillas de girasol. ¡Por fin una “golosina” que les gusta a los chicos y les hace bien! ¡A comprarles Pipas
[9] para el recreo!
La tirosina
[10], que origina sensaciones de vitalidad y empuje, se encuentra en el tofu y las verduras. Y la endorfina
[11], otra sustancia química feliz, en el pavo, el pollo, las carnes rojas magras, los huevos y el queso.
Los ácidos grasos de cadena larga, los muy promocionados y prestigiosos omega-3 y omega-6 –seguramente habrá visto cómo los alimentos que los contienen se esfuerzan por hacerlo notar en sus envases- son de crucial importancia para el desarrollo y la función normales del cerebro. No sólo porque constituyen aproximadamente su 30% y son los componentes básicos de las membranas celulares, sino porque los requieren las sinapsis cerebrales para poder ser eficientes. Estos nutrientes también son esenciales para el funcionamiento de los ojos. Y como sólo se pueden obtener de la dieta, es importante incluir en ella los alimentos que los contienen, especialmente algunos pescados como el salmón, el arenque y el atún. Sus efectos positivos son múltiples: mejoran el estado de ánimo y las capacidades cognitivas, estabilizan el estado de ánimo y son antidepresivos eficaces. La próxima vez que vaya al supermercado, preste atención a los envases: busque menos grasas trans, y más omega-3 y 6.
Además de estas, hay muchas otras sustancias beneficiosas para la capacidad mental y el aprendizaje. Lo bueno es que todas están presentes en los alimentos de manera natural, y nada indica que haga falta ningún suplemento alimenticio si la dieta es equilibrada. Pero, si la nutrición es inadecuada, sobran las evidencias sobre las consecuencias negativas que pueden producirse. Aunque la recomendación, a esta altura, parece sobrar, insistiré: una dieta sana favorece el aprendizaje, y una deficiente lo perturba. Dicho esto, no puedo evitar pensar en las cantinas y kioscos de las escuelas: ¿qué alternativas de alimentación les estamos ofreciendo a nuestros alumnos? Este es un tema que deberíamos abordar seriamente, en el interior de cada escuela. Sobre todo si tenemos en cuenta que desde nuestro discurso pedagógico solemos sostener que todos los ámbitos escolares deben ser educativos. ¿La promoción de los hábitos alimentarios que facilitamos lo tiene en cuenta?
Es más, abramos la mirada a todo el sistema. Si acordamos con la idea de que una dieta equilibrada, con todos los nutrientes necesarios para el desarrollo cerebral, es una variable crítica a considerar cuando se trata de favorecer el aprendizaje y luchar contra el fracaso escolar, ¿cómo asegurar que estos nutrientes sean accesibles a todos los niños? El pescado, el pollo, las carnes rojas de cortes magros, toda la variedad de frutas y verduras, los lácteos en general y los huevos son alimentos caros, excluidos de la dieta de muchas familias. Oportunidades de desarrollo y aprendizaje robadas que probablemente no se recuperen.
Pero además, si el lóbulo frontral -esa gran región situada en la parte delantera del cerebro, responsable de los procesos cognitivos de alto nivel como la planificación, la integración de información, el control de emociones, la inhibición de impulsos y la toma de decisiones- completa su desarrollo tan tardíamente, ¿no es claramente necesario extender los beneficios de esta “dieta cerebral” a los adolescentes y los jóvenes? Imaginemos una sociedad donde esto no se hiciera: seguramente los adolescentes se convertirían en jóvenes y adultos con poca capacidad de planificación y proyección –por ejemplo, de un proyecto de vida y de las estrategias para lograrlo-, con poco control sobre sus emociones y la inhibición de sus impulsos –y por lo tanto fácilmente irritables y agresivos, con tendencia a la solución violenta de los conflictos, lo que sumado a lo anterior llevaría a una falta de consideración de las consecuencias posibles de los propios actos-. Sería muy terrible vivir en una sociedad así, ¿no?
Y más aún, hoy también sabemos que el cerebro continuará desarrollándose a lo largo de toda la vida. Incluso en algunas zonas, como en el hipocampo, podrán incrementarse no sólo las sinapsis, sino las neuronas mismas. En poblaciones cada vez más envejecidas, como la nuestra, ¿la buena alimentación de los mayores no debería ser también una prioridad política? Después de todo, no se trata de una pequeña proporción entre muchos otros. ¿Que es caro? No sé… si todos los argumentos pasan por una cuestión económica, pienso en cuánto se podrían incrementar las ganancias de las empresas al mejorar la productividad y la iniciativa, y bajar los niveles de astenia y morbilidad… Y, sobre todo, al abuelo no le fallaría tanto la memoria: se acordaría de bañarse diariamente y usar ropa limpia, de dónde guardó ya no sé qué última cosa que perdió y tampoco recuerda pero busca, y no repetiría por tercera vez en el día –y décima en la semana- la misma anécdota de cuando era niño y ya había visto nevar en Buenos Aires. Quizás eso que llamamos despectivamente “cosa de viejos” sea en gran parte “cosa de mal alimentados”. ¿En serio cree que sería un proyecto políticamente caro? Yo creo que es prioritario poner en marcha una política alimentaria. Es un debate que, como sociedad, nos debemos.
¡Ah, y no nos olvidemos! Insisto en el hecho de que estos alimentos, además, contribuyen a que nos sintamos mejor, menos deprimidos y más felices, con un mejor control sobre nuestras emociones y un estado de ánimo más estable. Y eso, más allá de ser mejor que bueno en sí mismo, también es bueno para el aprendizaje.
Y es que, con frecuencia, así como los recuerdos despiertan nuestras las emociones, las emociones afectan a la memoria. ¿Un ejemplo? Todos sabemos, por propia experiencia, que los episodios emocionales se recuerdan mejor que los sucesos neutros. Es lo que técnicamente podríamos definir como un aprendizaje de refuerzo único, como cuando nos caemos en un pileta profunda siendo niños, y nos volvemos temerosos del agua para toda la vida.
En estos procesos está implicada la amígdala, que es una parte importante del sistema emocional del cerebro –también denominado sistema límbico-. La amígdala está involucrada en la formación de memorias mejoradas a largo plazo sobre sucesos que nos provocaron miedo o tristeza. ¿Cómo se daría este proceso? Ya establecimos que el hipocampo -una estructura cercana que también forma parte del sistema límbico- es decisivo para la formación de recuerdos. Frente a un episodio emocional, la amígdala se activa e interacciona con el hipocampo, y al parecer las conexiones entre ambos conllevarían un refuerzo, responsable de que la memoria de este suceso emotivo se forme tan rápidamente y sea tan duradera.
En el ejemplo del niño que cae a la pileta, señalé un caso de aprendizaje por refuerzo único, un caso de condicionamiento por miedo. En estos casos también actúa la amígdala, ya que está especialmente implicada en este tipo de condicionamiento por el cual, a menudo, recién después de reaccionar somos conscientes de por qué hemos actuado así. ¿Otro ejemplo, para verlo más claro? Supongamos que en una ocasión en que usted caminaba por una calle solitaria, fue sorprendido con un golpe o un empujón desde atrás por alguien que le arrebató sus pertenencias. Desde entonces, cada vez que alguien se le acerca abruptamente desde atrás, sin que usted lo haya advertido con tiempo suficiente, se da vuelta asustado con sus brazos en posición defensiva y su corazón se le acelera. No puede controlar la reacción; y de hecho no puede anticiparla. Es más, se siente avergonzado porque lo ha puesto en una situación socialmente incómoda en varias ocasiones. Cuando se da cuenta, ya ha sucedido. Y esto es así porque es por medio de la amígdala que el cerebro es capaz de detectar y responder al peligro con suma rapidez y eficacia, interrumpiendo cualquier otra cosa que podamos estar haciendo o a la que le estemos prestando atención. Después de todo, el desencadenamiento de una reacción corporal inmediata podría salvarnos la vida. Este tipo de reacciones suponen una ventaja adaptativa. Y se trata de un tipo de condicionamiento aprendido que, por la prontitud de su respuesta, puede dar la apariencia de tratarse de un reflejo. Más adelante, al hablar sobre los tipos de memoria y aprendizaje, volveremos sobre esto.
Como vemos, mientras que la amígdala es responsable del aprendizaje emocional inconsciente –que es automático e impulsivo-; son otras áreas cerebrales -el hipocampo y ciertas partes de la corteza prefrontal- las encargadas de los aprendizajes neutros conscientes, como recordar personas, lugares y fechas, y del procesamiento cognitivo superior –como podría ser la comprensión de por qué una situación determinada nos provoca miedo-. Las inteligencias emocionales intuitivas y las conscientes son dos cosas totalmente distintas basadas en sistemas cerebrales diferentes. Claro que, como existen múltiples y fuertes conexiones entre estas regiones, ambos tipos de inteligencia y memoria determinan de manera conjunta qué se hará realmente en una situación concreta.
Ya comprendidas las funciones de estos sistemas en relación con la formación de memorias, volvamos al aprendizaje. Para que se produzca un aprendizaje óptimo, los estudiantes necesitan ser emocionalmente competentes, lo que significa que deben ser capaces de contenerse e inhibir las reacciones impulsivas, de tratar con entornos educativos, docentes y temas nuevos, y de colaborar con los maestros y los otros estudiantes.
Esta necesaria capacidad para actuar y reaccionar con inteligencia emocional requiere, por lo tanto, de la interacción de las regiones encargadas de los niveles profundos que procesan emociones de manera automática, inconsciente y sumamente rápida, y de las estructuras cerebrales más evolucionadas que se ocupan de los procesos cognitivos más conscientes, como la planificación y la toma de decisiones.
Pero además, sabemos que dos de las funciones de la amígdala son, por una parte, interrumpir la actividad en curso con el fin de inducir respuestas rápidas ante situaciones peligrosas; y por otra, potenciar la percepción de estímulos potencialmente peligrosos. Cuando el ambiente escolar y/o áulico se percibe como peligroso o tenso; cuando las relaciones tanto entre alumnos como con los maestros son conflictivas; cuando se producen situaciones de violencia física, emocional, verbal o simbólica; cuando no se atienden las necesidades personales de aprendizaje; entonces se generan situaciones de estrés, ansiedad y miedo que en el aula pueden debilitar la capacidad para aprender, al reducir la capacidad de prestar atención a la tarea que se está realizando. Las continuas interrupciones que se producen en el trabajo áulico están en relación directa con el contexto escolar, que es responsable –al menos en parte- de esta tendencia a la distracción. Y esto no les sucede sólo a los alumnos… los propios docentes, frente a estas situaciones perturbadoras, también son víctimas de distracciones que los apartan de sus tareas de enseñanza.
Para tener un buen rendimiento en la escuela, los niños y jóvenes necesitan aprender a controlar las conductas impulsivas y a inhibir las reacciones emocionales ante ciertos sucesos. Claro que, como los importantísimos lóbulos frontales no estarán desarrollados del todo hasta la edad adulta, necesitamos desde las escuelas establecer prioridades respecto de la seguridad: en el aula, los baños, las dependencias y lugares de tránsito comunes, y el patio de recreo. Mientras no lo hagamos, el estrés, la ansiedad, el miedo y el descontrol seguirán ganándole la batalla al aprendizaje.
Y en este punto quiero ser clara con algo: no estoy diciendo que la escuela sea la responsable de la desatención escolar. Se trata de un problema complejo, que por lo general se inicia afuera y se nos mete. Lo que sí estoy diciendo es que tenemos la posibilidad de actuar al menos sobre algunas de las variables que inciden sobre él. Entonces, ¿por qué no hacerlo? Si bien una golondrina no hace verano, anuncia su llegada.
Por otra parte, la mayoría de nuestros niños y jóvenes ya viven fuera de las escuelas situaciones de violencia e inseguridad, desfavorecedoras de su desarrollo emocional y social. ¿Por qué darles más de lo mismo? Deberíamos ser generadores de alternativas y oportunidades. Porque esa es la función de la escuela.
DE ADÁN, EVA Y LA MANZANA
Nada más bello que dejarse caer en la tentación… y nada más difícil que resistirla. ¿Por qué debe ser así? Resistirse a las tentaciones es difícil porque hay redes cerebrales grandes y antiguas dedicadas a procesar los estímulos gratificantes, mientras que –como insistimos varias veces en este trabajo- los sistemas cerebrales que posibilitan la inhibición de estas redes son comparativamente recientes y de más lento desarrollo.
El cerebro produce varias sustancias químicas, llamadas neurotransmisores, uno de los cuales es la dopamina, a la que ya nombramos al hablar de la “dieta cerebral”. El sistema de la dopamina del cerebro es el que está implicado en la conducta de la asunción de riesgos y en las recompensas. ¿Cómo funciona?
El sistema dopamínico -que comprende los lóbulos frontales y el sistema emocional o límbico- responde a diversos estímulos intrínsecamente placenteros, como la comida y ciertos narcóticos. Justamente son las sensaciones agradables producidas por estas regiones las que podrían explicar en parte por qué ciertas sustancias son muy adictivas. Dado que es también en estas regiones donde se procesan las emociones negativas como el miedo, no es extraño que en la mayoría de las personas también responda a la asunción de riesgos, lo que a su vez explicaría por qué también suele ser adictivo.
Los lóbulos frontales, que están fuertemente conectados con el sistema límbico, son normalmente los que nos ayudan a poner freno a las conductas potencialmente peligrosas, lo sean por las consecuencias negativas relacionadas con su potencial adictivo o con el riesgo que asumen. Claro que esta región cerebral tarda en alcanzar su madurez.
Por suerte, no todas las experiencias agradables son peligrosas. Y las experiencias positivas moderadas, además de agradables, pueden mejorar la memoria. Por ejemplo, está debidamente probado que las recompensas moderadas, sobre todo cuando son inesperadas, refuerzan los recuerdos. Y entre ellas son las recompensas económicas las que producen efectos considerablemente mejores, incluso que el refuerzo social por sí solo. Claro que no recomendaría que se pasee por el aula sobornando con dinero a sus alumnos para que mejoren su rendimiento… aunque quizás obtendría algunos buenos resultados.
Fuera de broma, aunque seguramente obtendría algunas mejoras inmediatas en el rendimiento, el problema con estos refuerzos extrínsecos –esto es, que sitúan la motivación por aprender fuera de los logros propios del aprendizaje, en la obtención de una recompensa no relacionada con él- es que instalan en quienes lo reciben la creencia de que el esfuerzo sólo se justifica si se obtiene una gratificación –de preferencia material- inmediata. Y el aprendizaje requiere de constancia y resistencia a la frustración, porque los beneficios son diferidos en el tiempo: se requiere de esfuerzo sostenido para obtener logros. Es un error común en el que caen muchos padres que premian con dinero o regalos a sus hijos por cada logro, y a la larga se niegan a hacer cualquier cosa que no sea recompensada de la misma manera.
Como decíamos, los estímulos sociales también son gratificantes e importantes para los sistemas cerebrales implicados en la evaluación de recompensas. Es efectiva, incluso, la mera expectativa de un estímulo social potencialmente recompensador. Y como, al contrario de los estímulos materiales, suelen favorecer la autoestima al proveer una mejor imagen de sí mismo, además son formativos. Estos estímulos sociales pueden ir desde los más básicos como mirar a los ojos y prestar atención cuando se nos habla, una sonrisa satisfecha y aprobatoria, o una palmada en los hombros; hasta los más planificados como un informe elogioso, pasando por los cometarios aprobatorios, de muestra de interés o simplemente amables. Incluso, el destinar tiempo suficiente a la enseñanza, y ofrecer ayuda y orientación funcionan como estímulos que favorecen el aprendizaje. Repito algo ya dicho: nada como un buen maestro…
APRENDÍ A SER FORMAL Y CORTÉS
Si debiéramos sintetizar todo lo escrito en un párrafo, quizás deberíamos decir que el cerebro humano ha evolucionado para educar y ser educado, incluso muchas veces de manera instintiva y sin esfuerzo. Pero que también es el mecanismo natural que pone límites en el aprendizaje. Nuestro cerebro determina lo que puede ser aprendido, cuándo, con qué rapidez, y lo que no.
En razón de esto, nuestra memoria conserva mucha información de la que no hemos sido conscientes y, además, es capaz de manejarla muy inteligentemente. Es el tipo de inteligencia que nos proporciona ocurrencias y destrezas, y a la que José Antonio Marina llama inteligencia computacional. Frente a esta, complementándola, señala a la inteligencia ejecutiva como la responsable en formar un sistema de autocontrol que se encargue de seleccionar, iniciar, y dirigir esas ocurrencias. Alcanzar un buen desarrollo y coordinación de ambas inteligencias es nuestra gran meta pedagógica.
Estos tipos de inteligencia dependen de sistemas cerebrales distintos, se desarrollan en momentos diferentes, y comprenden sistemas de memoria y tipos de aprendizaje diferenciados.
Memoria implícita
Es el tipo más básico de memoria, del que no somos conscientes y sobre el que tenemos poco control. Se trata de una memoria condicionada, consistente en la habilidad para producir condicionamientos relacionados con el placer o con la aversión. Antes ya analizamos un ejemplo de este tipo de memoria, al explicar dos casos de condicionamiento por miedo, uno por la caída de un niño en una pileta y otro por un arrebato callejero. Como dijimos entonces, es un tipo de memoria que se ha incorporado al cerebro a lo largo de la evolución, dado que puede resultar en la diferencia entre la vida y la muerte. Al parecer, esta clase de respuestas condicionadas son controladas, al menos en parte, por el cerebelo.
Un tipo similar de memoria recibe el nombre de aprendizaje condicionado, que tiene lugar cuando aprendemos una acción a efectos de producir una respuesta. Se trata de una habilidad que los bebés comienzan a desarrollar, aproximadamente, a partir de los tres meses.
También hacia los tres meses, el desarrollo de estructuras cerebrales profundas relacionadas con el movimiento –los ganglios basales- posibilita el aprendizaje procedimental, relacionado con la memoria del movimiento y las destrezas motoras.
Gradualmente los procedimientos que se aprenden de forma natural se van a ir volviendo más sutiles: existe una progresión entre gatear, ponerse de pie, y caminar. Como para el cerebro es muy complicado aprender todas estas cosas, es necesario que destine una gran proporción del mismo a aprender y llevar a cabo destrezas motoras como estas.
También en los adultos buena parte de los conocimientos son implícitos, como por ejemplo andar en bicicleta, conducir un automóvil, escribir en un teclado. Y es posible que aprendamos también de esta manera toda clase de hechos y secuencias. Muy probablemente el hecho de que aprendamos implícitamente estas informaciones es lo que nos permita experimentar una sensación de familiaridad frente a ciertas situaciones aparentemente nuevas, y nos provoque la sensación de “saber algo por instinto”, o “de piel”.
En la tarea docente, parte de la enseñanza supone hacer explícitos conocimientos procedimentales o implícitos. Y saber cómo o cuándo hacer explícitas las reglas de ejecución probablemente es un determinante importante para que la enseñanza sea efectiva.
Memoria explícita
La memoria de trabajo -o memoria de corto plazo- es un sistema de memoria que empieza a desarrollarse durante el primer año de vida. Es la que nos permite guardar y manipular información, y tener presente la información mientras hacemos cualquier otra cosa.
El almacenamiento de recuerdos durante un corto plazo se realiza en una pequeña porción de la corteza prefrontal. Como esta región cerebral continuará desarrollándose durante toda la infancia y la adolescencia –y quizás aún más- la capacidad básica para la memoria de trabajo y a corto plazo continuará perfeccionándose a lo largo de todo este proceso.
Como es común que tengamos que llevar a cabo más de una tarea al mismo tiempo, en estos casos la memoria de trabajo requiere del intercambio de informaciones adecuadas para una tarea u otra. Un ejemplo típico de aula es pedirles a los alumnos que hagan un mapa semántico a partir de la lectura de un texto. Si no están familiarizados con la construcción de este tipo de mapas, y además el contenido del texto es de aprendizaje, estarán realizando dos tareas que les requieren esfuerzo a la vez. Otro ejemplo, con niños más pequeños, es la resolución de un problema matemático cuyo enunciado está escrito: deben lidiar con una lectura quizás todavía mecánica, con la dificultad consiguiente para interpretar el significado, generar las estrategias de resolución, operar matemáticamente si fuera necesario… Como es la corteza prefrontal la que interviene a la hora de hacer dos cosas a la vez, y se trata de una estructura de maduración tardía, seguramente va a ser necesario que durante la enseñanza ajustemos las exigencias de las tareas en función de la estimación de la madurez neurológica de nuestros alumnos. Quizás una de las razones de los errores en la ejecución de muchas de las tareas escolares sea simplemente que les resulta difícil tener presente simultáneamente todas las instrucciones para realizar varias tareas a la vez. Algo que solucionaríamos fácilmente dividiendo cada tarea compleja en sus partes más simples, por ejemplo proporcionando una guía que explicite paso por paso qué deben hacer o que incluyan preguntas intermedias que orienten en la ejecución de pasos que solemos dejar implícitos.
Un tipo muy interesante de memoria, exclusiva de los seres humanos, es la memoria prospectiva. Consiste en acordarnos de hacer algo en el futuro mientras estamos realizando otra actividad. Por ejemplo, como cuando organizamos las actividades diarias y prevemos que luego del trabajo debemos recordar ir al supermercado para comprar algunos ingredientes que nos faltan para la cena. Este tipo de memoria se localiza en una parte específica de los lóbulos frontales denominada corteza frontopolar, y ciertas lesiones de los lóbulos frontales dañan muy gravemente su desempeño, dificultando la vida cotidiana.
Otra clase de memoria, la memoria episódica, implica a la corteza frontal y al hipocampo. Se trata de recuerdos de sucesos acontecidos con nosotros como actores o testigos principales en un lugar y un tiempo específicos.
En razón del tardío desarrollo de las regiones implicadas, los niños pequeños no saben decirnos mucho cuando les preguntamos sobre un suceso, fenómeno que se conoce como amnesia infantil. Esto es algo que los padres de los niños que comienzan a ir al Jardín conocen bien: los niños de dos y tres años parecen incapaces de recordar cómo han aprendido algo, incluso cuando lo hayan hecho sólo momentos antes. Pocas cosas son más frustrantes que ir a buscarlos a la salida del Jardín y preguntarles qué hicieron. Dan la impresión de pretender guardar un secreto, por la aparente persistencia en no contar nada.
A partir de los tres años, comienzan a recordar cada vez mejor acontecimientos y episodios específicos, y también cómo y cuándo se produjeron.
La comprensión de que el sistema cerebral involucrado en la memoria episódica es bastante lento en su desarrollo constituye una explicación alternativa a la psicoanalítica respecto de la causa de esta amnesia infantil, así como de la pérdida de los recuerdos de la primera infancia. Por eso, para ayudar a fortalecerlo, son importantes los ejercicios de re-narración de cuentos, las rondas donde cuentan qué desayunaron o almorzaron –según sea el caso de lo hecho antes de asistir a la escuela- o algo importante que les haya pasado y quieran compartir, y el que se les encomienden verbalmente tareas sencillas de recordar para el otro día.
Este sistema es, además, el primero en debilitarse. Razón por la cual a los adultos mayores les resulta más sencillo recordar episodios pasados que recientes.
Estas memorias episódicas se almacenan en áreas cerebrales distintas de las utilizadas para las memorias semánticas. De hecho, las personas que sufren amnesia profunda no recuerdan episodios que experimentaron personalmente, pero son capaces de conservar sus conocimientos semánticos y todavía hablan. Y quizás no recuerden nada acerca de quiénes son, y sin embargo no hayan perdido ninguna destreza, por ejemplo, relacionada con un oficio. Es por eso que, hasta cierto punto, es posible compensar una escasa memoria episódica mediante el uso, en su lugar, de una memoria de carácter factual. Una estrategia que usan muchas personas que han perdido su memoria episódica es la memorización de listas: así, aunque sean incapaces de recordar qué desayunaron en la mañana, pueden repetirlo a modo de lista memorizada para, por ejemplo, informárselo al médico.
Y diferentes formas de aprendizaje
Una de las maneras más simples y conocidas de aprender es de memoria, o sea, repitiendo palabras u otros ítems una y otra vez. El aprendizaje memorístico es muy sencillo: para poder hacerlo apenas se requiere estar familiarizado con la estructura sonora de una lengua y su gramática, aunque no sepamos mucho sobre el significado de las palabras que enumeramos, ya que el aprendizaje de los patrones de sonido es un modo de almacenar información. ¿Le parece extraño? Viajemos a la infancia… ¿Jugó a “Pisa pisuela
[12]”? ¿Cuánto tiempo piensa que le tomó memorizar ese cantito que, cuando se lo analiza, carece de sentido? Y seguramente conocerá el chiste en el que la maestra le pide a Jaimito que recite la tabla del 9, y Jaimito le responde que ya se aprendió la música pero todavía no la letra. ¿Por qué somos capaces de comprender el chiste? Porque, justamente, hemos aprendido las tablas de multiplicar sosteniéndonos en un cierto ritmo, con el que todavía, tantos años después, seguimos repitiéndolas. La misma vieja estrategia de los trovadores y juglares para poder recordar las obras que recitaban de pueblo en pueblo, y a la que apelaban los dramaturgos que escribían sus obras en verso para facilitarles la memorización a los actores. ¿Otro ejemplo, más personal? Piense en su número de teléfono. Repítalo varias veces: seguramente lo hace siempre con el mismo ritmo. Ahora, intente repetirlo cambiándolo. E intente otra vez, cambiándolo de nuevo. Seguramente alguna vez alguien lo llamó preguntando si ese era su número, pero lo recitó de un modo diferente al que usted suele hacerlo, ¿lo reconoció con facilidad? Espero que no haya cortado, obligándolo a que lo llame de nuevo.
La corteza premotora y la corteza frontal inferior del hemisferio izquierdo están implicadas en la repetición de ítems a recordar, lo cual es válido si se hace tanto en voz alta como en silencio (por eso sin importar si hace el ejercicio del número de teléfono en voz alta o no, el resultado será el mismo). Estas áreas cerebrales tienen que ver, además, con la producción del habla. Veamos otro ejemplo, en el que la vinculación se queda más clara: cuando los niños están aprendiendo a leer, les resulta más fácil hacerlo en voz alta. Esto es porque, por un lado, realizan un ejercicio de traducción de los signos escritos en fonemas; y separadamente, la comprensión del significado la obtienen de lo que oyen. A medida que van afinando la destreza lectora, es probable que pasen por un período en que muevan los labios como si estuvieran leyendo en voz alta, aunque no emitan ningún sonido. Finalmente, abandonarán este movimiento, aunque muchas personas adultas continúan moviendo los labios de esta manera.
Lamentablemente, la memoria experimenta cambios con la edad. Y, cuanto mayor se hace uno, más difícil es aprender de memoria.
Por su parte, el aprendizaje de material significativo, llamado por eso mismo aprendizaje significativo
[13], recurre a un área cerebral adicional: la corteza prefrontal inferior izquierda. Cuando queremos aprender algo en forma permanente, o se trata de un material extenso, es mucho más fácil hacerlo si le damos sentido a la información. La memoria de corto plazo –como ya dijimos- sólo es buena para la repetición inmediata, mientras se ejecuta una tarea, y además es bastante limitada, ya que puede manejar sólo unos siete ítems de información a la vez y dura únicamente entre 15 y 20 segundos. La información significativa, por el contrario, se almacena automáticamente y es posible recordarla durante mucho más tiempo.
Para colaborar con este tipo de aprendizaje, las imágenes visuales y la visualización –esto es, la creación de imágenes mentales- suelen ser eficaces, ya que generan sensaciones que son procesadas por el cerebro emocional. Por eso, en la tarea áulica, es importante que usemos imágenes visuales –y cuando sea posible, visualizaciones- para potenciar el aprendizaje.
Un aporte de la visualización al aprendizaje es, por ejemplo, cuando imaginamos que hacemos movimientos sin movernos, lo que tiene realmente consecuencias perceptibles. La práctica mental del movimiento no sólo mejora la precisión en su ejecución, sino que incluso –y llamativamente- puede mejorar verdaderamente la fuerza muscular y la velocidad del movimiento. Esto se debe a que prepararse para el movimiento recurre a los mismos procesos implicados en imaginar que se lleva a cabo dicho movimiento.
La imitación es una estrategia de aprendizaje por demás arraigada. Apenas poco después de nacer, los bebés humanos ya pueden imitar algunos gestos comunicativos de quienes los rodean. Con apenas unos días de vida, a menudo imitan expresiones faciales; y hacia las diez semanas, empiezan a imitar las expresiones faciales mostrando emociones básicas. El hecho de que los bebés estén dotados de mecanismos de imitación tiene una explicación evolutiva: la imitación es un importante dispositivo de aprendizaje y además vincula nuestra identidad a la de los que nos rodean. Se trata, por lo tanto, de otra ventaja adaptativa.
A diferencia de esta imitación automática temprana, las imitaciones que aparecen más adelante no se limitan a reflejar lo visto sino que son muy selectivas. Por ejemplo, aunque la madre sea la principal fuente del habla, en el caso de que hable con acento extranjero, el niño pequeño no lo imitará. Otro ejemplo de esta imitación selectiva es el hecho de que los niños y los adolescentes –y hasta cierto punto los adultos- tienden a hacer suyos los valores, las actitudes y las conductas de sus compañeros, sea en la vida real, los libros o la televisión. Y aún los adultos imitan de manera natural conductas básicas, como gestos y expresiones faciales.
Existe además otra clase de imitación, en la que nos esforzamos deliberadamente por copiar las actitudes, los valores y el comportamiento de personas a las que admiramos. También es el caso de cuando intentamos conscientemente reproducir los patrones exactos de movimientos de los instructores, por ejemplo cuando estamos aprendiendo un procedimiento técnico, un deporte o un baile. Evidentemente, esta capacidad es importante en la enseñanza.
En cuanto a los mecanismos cerebrales que subyacen a la imitación, la simple observación de alguien moviéndose activa áreas cerebrales similares a las activadas al producir esos movimientos uno mismo, del mismo modo en que sucede cuando estando quietos nos visualizamos a nosotros mismos realizándolos. Y esta actividad se incrementa cuando el observador ve las acciones del otro con la intención de imitarlas más tarde, por el reforzamiento de la visualización propia. Recíprocamente, cuando dos personas interactúan, se activan simultáneamente las mismas estructuras en ambos cerebros. Las células implicadas en este tipo de activación se denominan neuronas especulares porque reflejan como un espejo la conducta observada. Y son las responsables de que, por ejemplo, aprender partiendo de la observación sea más fácil que aprender a partir de descripciones verbales, por precisas y detalladas que sean. Justamente, al observar una acción, el cerebro ya está preparado para imitarla. Este es el fundamento de la enseñanza por modelización
[14].
Seguramente habrá observado que los niños tienden a imitar continuamente las acciones de otros, incluso cuando es totalmente inadecuado. Esta falta de inhibición al principio de la infancia se explica por la falta de madurez de la corteza frontal -por lo que también se observa en pacientes adultos con la corteza frontal dañada- y supone una importante ventaja: si los niños fueran capaces de inhibir sus acciones del mismo modo en que podemos hacerlo los adultos, tenderían a imitar menos. Y dado que la imitación es útil para aprender, una reducción en la misma supondría la pérdida de oportunidades de aprendizaje.
En los ámbitos educativos es útil recordar, además, otro tipo de imitación: la no imitación intencionada. Esto es, la capacidad para actuar a propósito de manera distinta a como lo hacen otros. Se trata de una capacidad importantísima, puesto que pone en funcionamiento procesos de creatividad, necesarios para que la flexibilidad y la originalidad trasciendan la simple imitación.
En síntesis, si queremos aprender bien, tomar decisiones acertadas y tener inventiva, son necesarias tanto la creatividad como la imitación.
Profesora Viviana Taylor
[1] Por decisión editorial se abrevió el título, originalmente “¿Qué sabemos sobre el aprendizaje?”. El artículo puede encontrarse en AA.VV., Espacio de la Especialización. Módulo 1. CAPACyT. Buenos Aires. 2001. Además de la edición impresa, se pueden consultar ediciones electrónicas, bajo los dos títulos, en
www.capacyt.edu.ar y
www.educacionestrategica.blogspot.com[2] De los cien mil millones de neuronas del cerebro, se ha considerado que a partir de los cuarenta años perdemos aproximadamente cien mil por día. No sabemos si esto es bueno o malo. Quizás perder células sea una parte necesaria del aprendizaje.
[3] Este tema se desarrolla con más profundidad en el texto anteriormente citado, bajo cualesquiera de sus dos títulos: El aprendizaje, o ¿Qué sabemos sobre el aprendizaje?
[4] De hecho, estoy convencida de que hay una relación directa entre la sobreestimulación temprana y el posterior diagnóstico de Déficit Desatencional (ADD por sus siglas en inglés), tan engañoso y hoy tan de moda.
[5] Esta ceguera interespecífica parecería ser una forma previa a la ceguera interracial, que supone la incapacidad para distinguir entre los rostros de personas correspondientes a grupos étnicos diferentes al propio y con los que no se tiene contacto habitual. Antes de la pérdida de esta capacidad, los niños menores a 6 meses distinguen sin dificultad entre, por ejemplo, dos perros de la misma raza o incluso dos monos de la misma especie. Y, respecto de los sonidos, pueden distinguir entre dos sonidos diferentes que no correspondan a la propia lengua. Así, por ejemplo, los bebés japoneses reaccionan a la diferencia entre los sonidos de la L y la R, algo que no podrán hacer más tardíamente –puesto que el sonido de la R no aparece en la lengua japonesa-. Por lo menos hasta que aprendan un idioma como el castellano, que sí lo tiene. La plasticidad cerebral, en este caso, explicaría la recuperación de la capacidad de discriminación.
[6] Un placebo es un fármaco falso, que no contiene agente químicos. A menudo es una pastilla de azúcar o solución fisiológica.
[7] La serotonina, en el cerebro, actúa como un neurotransmisor y desempeña una función importante en el control de la depresión y los trastornos de ansiedad.
[8] La noradrenalina – o norepinefrina- es una sustancia química importante para el control de la atención y la impulsividad. También actúa como hormona cuando es liberada por las glándulas suprarrenales, en especial como respuesta al estrés.
[9] Pipas es uno de los nombres comerciales con que se venden las semillas de girasol peladas, en bolsitas de aluminio de colores, semejantes a las de los snacks y las golosinas. Son bastante populares entre los chicos.
[10] La tirosina, un aminoácido, es un componente básico de varias sustancias químicas importantes para el cerebro, entre ellas la dopamina -cuya función consiste en regular los estados de ánimo- y la noradrenalina.
[11] La endorfina es una sustancia química que libera naturalmente el cerebro en respuesta al dolor, para reducirlo. En grandes cantidades genera una sensación de relajación y de plenitud de energía.
[12] En mi barrio (y cada barrio tenía su propia versión) decíamos: “Pisa pisuela/ color de ciruela / vía vía / hueste pie. / No hay de menta / ni de rosa / para mi / querida esposa / que se llama / Doña Rosa / y que vive / en – Men – do - za”
[13] Si le interesa profundizar sobre aprendizaje memorístico y significativo, le sugiero indagar en la obra de Ausubel. En mi artículo ya citado ¿Qué sabemos sobre el aprendizaje? también encontrará información adicional sobre ellos.
[14] La enseñanza por modelización es aquella en la que el maestro se propone como modelo a ser imitado, modelizando – mostrando- aquello que quiere que sus alumnos aprendan, sea un procedimiento, una actitud, un estilo, etc. Muchas veces se trata de un tipo implícito de enseñanza, aunque no exclusivamente.